Pensé que si no alzaba la voz, no me harían caso. Que educar era imponer.
Hasta que entendí que cuando yo estoy en calma, ellos también aprenden a estarlo. Que guiar con respeto no solo cambia la crianza, sino que me cambia a mí.
Desde pequeña, crecí en un entorno donde los gritos eran la herramienta para educar y establecer límites.
Aprendí que imponer era la única forma de ser escuchada y que repetir constantemente las mismas instrucciones era parte de la crianza. Cuando me convertí en maestra, seguía repitiendo los mismos patrones. Sin embargo, en mi interior sentía que debía haber una forma diferente.
Necesitaba mirar más adentro, sanar los patrones que llevaba conmigo y empezar a cuidarme. Con el tiempo, aprendí con respeto y firmeza, a conectar con los niños desde la empatía y a encontrar un equilibrio en mi día a día. No se trataba sólo de estrategias, sino de trabajar en mis emociones y mi bienestar para disfrutar de la crianza de verdad.